Acabo de dar con la figura de Leigh Bowery, el coreógrafo, diseñador de moda, performer y obra de arte humana que revolucionó el Londres de los años ochenta y murió de sida demasiado pronto: a los 33, en 1994. Bowery era grande, estrafalario y flagrantemente homosexual; normal que Leigh Bowery!, la exposición que le ha dedicado la Tate Modern de Londres —se puede ver hasta el 31 de agosto— lleve en el título una exclamación. Como tantos creadores del siglo pasado, abandonó el suburbio de Melbourne donde nació, aterrizó en la escena nocturna de una gran capital (en este caso, los mismos bares que frecuentaban John Galliano, que le adoraba, o Boy George) y terminó en las galerías de arte.
Bowery creaba criaturas radicales y fascinantes partiendo de su propio cuerpo; se transformaba en un ser entre andrógino y grotescamente femenino que tan pronto aparecía con peluca gris, cara verde y lunares naranjas aludiendo al mezquino conservadurismo que alumbró el miedo al sida, o daba a luz sobre el escenario a una mujer pintada de rojo y con una ristra de salchichas por cordón umbilical. Cruzó la línea el día que se puso un enema de purpurina y, en vez de expulsarlo en vertical como una fuente, como estaba planeado, apuntó al público. Cundió el pánico y cerraron el local. Su atractivo era obvio para otros artistas, basta ver las fotos que hizo de él Nick Knight o los retratos de Lucien Freud, para quien posaba con frecuencia. De día también era un espectáculo: peluca de señora mal puesta, traje con hombreras y zapatillas de deporte metidas dentro de unos zuecos. “Quiero ser como ese tío raro que ves por la calle y le cuentas a tu madre”, decía. En la exposición, que recomiendo mucho, hay un vídeo en el que los asistentes a uno de los espectáculos de Bowery cuentan lo que les ha parecido. Uno da en el clavo: “Ha sido repugnante. Precioso. ¡Miraría a Leigh todo el día!”.
Son estos personajes radicales, brillantes y comprometidos los que hacen que el mundo avance y quienes nos permiten conocerlo más allá de nuestra célebre zona de confort. La maravilla y el desconcierto que Leigh Bowery quería provocar venían directamente de la celebración de la diferencia y del rechazo social que esta misma provocaba: recordemos que en 1989 el gobierno británico, liderado por Margaret Thatcher, prohibió a las autoridades locales la “promoción de la homosexualidad en colegios o publicaciones”, y que los niños necesitaban que les enseñaran “el respeto a los valores morales tradicionales” y no “al derecho inalienable de ser gay”. El artículo 28 —así se llamaba la enmienda— estuvo vigente hasta 2000 en Escocia y hasta 2003 en Gales e Inglaterra. ¿Les suena? La Lega en Italia intenta avanzar por ese camino, que ya han seguido Hungría, Rumanía, Georgia o Moldavia, por supuesto, siguiendo el modelo ruso.
Que mi colegio no “promocionara” la homosexualidad, obviamente, no evitó que yo lo fuera. Pero desde luego me ayudó que no la condenara ni por supuesto la invisibilizara. Lo que sí eché en falta en aquel momento fueron referentes de la cultura que más consumía entonces, la música pop, que hablaran de ser gay y vivir la vida. Prácticamente no había celebridades fuera del armario, y tampoco hits del momento en los que las letras hablaran de ti. ¡Pero si lloré cuando, a los 17, descubrí una canción del disco country de los Magnetic Fields en el que Stephin Merritt canta: “You have become like other men / But let me kiss you once again”! Aún hoy abundan las canciones cuyas letras son equívocos o que hacen auténticas piruetas para no significarse, incluso aunque el cantante haya salido del armario. Todavía hay mil cosas sobre las que no se canta.
Y aquí es donde entra el hombre de la portada de ICON de este mes, Troye Sivan: la estrella pop australiana —como Leigh Bowery— que, por fin, sí es un referente para las nuevas generaciones. O no tan nuevas (hablo por mí). “El silenciado que se hizo del colectivo LGBTIQ hasta hace muy poco ha dejado un hueco enorme en la cultura pop. Porque es bastante nuevo que yo me pueda permitir el lujo de ser sincero en una canción comercial, que tenga la capacidad de lanzar mi mensaje a tanta gente", me dijo en la entrevista que publicamos el sábado en la web, que admito que disfruté muchísimo (la puedes encontrar aquí).
Sivan ilustra muy bien las circunstancias ambientales ideales para cantar sobre lo que a uno le dé la gana: un entorno que te quiera, un marco legal que te proteja y, en definitiva, libertad. “Cuando les dije a mis padres que pensaba ir al Orgullo por primera vez, me dijeron: ‘Vamos contigo’. Ahora mis padres van al Orgullo sin mí”, contó.
Porque luego está la música. La música de Troye es increíble. Y los vídeos, también. Aquí te dejo dos ejemplos bastante esplendorosos: uno y otro.
Gracias por leer y hasta el mes que viene.
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